martes, 4 de febrero de 2014

Felicidad.

La felicidad más grande
es la que dura poco,
pero que regresa siempre.

Cuando vuelvo a ver a mi madre
y recibo su tranquilizante amor,
así, simple y llano, puro amor,
sin palabra carente de honestidad,
un amoroso abrazo
que cura toda duda de mi vida.

Esa sonrisa tan cínica, a veces,
de mi hermano pequeño,
ese gozo de platica y bromas,
que solo entendemos nosotros,
sarcasmos e ironías enmarcan
cada una de nuestras charlas,
esos recuerdos que evoco
de su tierna infancia,
que me hacen protegerlo
como en esa época.

El beso cariñoso de él hermano medio,
su barba que pica y agrada mi tacto,
como no recordar esos juegos juntos,
siempre acompañándonos con amor,
esas experiencias fuertes que compartimos,
a veces sus acciones me impulsaron
a vivir lo que él hacía
y hoy de nuevo me gano,
con su creación más hermosa.

Como no ser feliz,
si cuidar de mi familia es maravilloso,
porque ellos me dan una fuerza
que en mi cuerpo, en veces,
ya no encuentro más,
como no saber que la lucha
por mí, por ellos, lograra,
como otras veces,
regresar a la felicidad.

Y la misma felicidad
se muestra día con día,
en cosas tan insignificantes
como en cosas extraordinarias,
como la felicidad de seres queridos,
como éxitos ajenos, que se admirar,
hasta aquellos que envidio
y deseo alcanzar en mi capacidad personal.

La felicidad no es eterna,
su efímera existencia
la hace una meta constante,
algo que te hace moverte
y seguir un camino,
a veces corto, a veces largo,
pero nunca dejara de estar,
pero hay que saberla observar
y deleitarse con ella,
por escasa que sea,
pues la felicidad
a mi persona sabe a miel,
sabe a oro líquido y
la encuentro tan simple
como el saborear una naranja,
esa fruta que hace sentir el gozo
de un sabor excitante,
que evoca en mi
la más sencilla felicidad.

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